Mis
palabras, aunque sinceras, carecían completamente de emoción. No sé si era una
forma de demostrar que los sentimientos no se pueden reciclar o que las cosas
que habían pasado también habían pesado. Lo cierto es que si hubiera hecho caso
a todo lo que había leído, habría llegado a los 24 mintiéndome un poco más y
sin haber averiguado finalmente si los recuerdos son algo que tenemos o son
algo que hemos perdido para siempre.
De pie,
seguía esperando. Pensando en todo el amor que había malgastado porque alguien
había decidido que no lo merecía. Acumulando todo el efecto invernadero en mi
cuerpo, como si ya nada pudiera revertir mi proceso de enfriamiento global.
Hasta que sonó el teléfono. A las 00.15. Fue ese
el momento en el que pare. Pare de proteger mi corazón. Pare de convertirme en
piedra.
El gris llegó a raudales. El gris me a t r a v e s ó.
Me devolvió desde el universo del cero absoluto al otro lado del espejo. Para ver las veces que había faltado, las veces que había estado lejos. Para sentir de golpe todas las veces que debí haber fallado. Porque yo siempre estoy muy ocupado, yo nunca tengo tiempo, yo ya nunca estoy en Málaga. Porque yo no sé decir familia. El que había malgastado el amor era yo.
¿Y este
es el precio por salvarme? ¿Esta era la única forma de derribar el muro y volver a sentir? ¿Recibir esa llamada la madrugada de un domingo
cualquiera? Dejaría que todos los pseudoamores me rompieran una y otra vez el corazón hasta convertirme en el hombre de piedra si eso significara tenerla de vuelta. Odio aprender estas lecciones. Y odio aprenderlas tarde. Ahora no sé qué hacer. Ya no soy tan frío, ni tan firme.
No sé qué esperar cuando ya no hay nada que pueda esperarse.
No sé qué esperar cuando ya no hay nada que pueda esperarse.
Nunca has sido el hombre de piedra, yo lo sé bien. Gracias en mi nombre y en el suyo por esto. Te quiero.
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