Hace muchos años, el nudo en el estómago era, más que una obligación moral, una necesidad natural que sentía cada noche que recorría el camino a su casa. Esa fue la primera explosión, que hizo separarse infinitamente a las partículas que formaban parte de la misma gran nube de polvo y gases. Desde entonces, la sensación de querer escapar luchaba contra la ley de gravitación universal.
Luego vino la formación de los planetas. La temperatura, los elementos, los días, las noches, la relatividad del tiempo. Pero también la distancia, las órbitas, dar vueltas en círculos. La dicotomía entre ser un planeta grande y frío o ser un planeta pequeño y cálido. Con los ojos cerrados, las elecciones impedidas y la zona de confort lejos, llegó la última noche, que luego resultó ser precuela de llamadas, de mensajes con alcohol en sangre, de intentar grapar la grieta. De olvidar que lo que separa en el espacio es el vacío.
Después llegó la confusión, con el sistema solar formado, pero la estructura interna de la Tierra todavía por hacer. La marca en el pecho, insondable incluso hoy, parecía resultado de una alineación de los planetas, aunque eso fuera científicamente imposible. Era primavera y era invierno, volvió a ser primavera y luego volvió a ser invierno, sin más. Y la explosión, ya no parecía de otro tiempo, estaba presente. Estaba haciéndome estallar en pedazos. Y en ese momento, justo en ese momento, el proceso se completó.
Y era enorme, era gigante. Macroscópicamente impresionante.
Microscópicamente inconsistente.
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