El nivel freático me ahoga. Parece que siempre pasa lo mismo, al principio no resulta difícil excavar y alcanzar cierta profundidad, pero luego llegan las inundaciones.
Los esfuerzos por achicar el agua no sirven de nada. Parece que sólo quedo yo para evitar que, en cuestión de días, esta obra quede completamente impracticable. La condición de sifonamiento me acecha y, cuando me alcance, todo en lo que he trabajado no será capaz de soportar más. Habrá perdido esa capacidad. Entonces, no se podrá hacer nada para arreglarlo y mi obra quedará a merced de las autoridades competentes que no tendrán más remedio que clausurarla.
Y no es justo. No es justo porque yo no quise empezar esta construcción, pero seré yo el único que pague sus consecuencias. Tendré que asumir las (ir-)responsabilidades de otros y ni siquiera podré decir nada porque el que planeó esta estructura lo hizo sin contratos de por medio.
La culpa también es mía. No quise hacerle caso al informe preliminar que me advertía de que mi suelo ya había llegado a su límite mucho antes de comenzar las excavaciones. A cambio, me creí la promesa de la constructora y jamás pensé que, de una semana a otra, se desentendería de su trabajo. No quise recordar que cuando un suelo llega al colapso sólo puede plastificar o romperse. No hay más opciones y las dos acaban igual.
Yo ya probé eso de la rotura. Ahora toca plastificar durante algún tiempo.
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