Guardé el recorte del horóscopo en la cartera. No es que yo creyera en esas cosas, pero eran las mismas palabras que él había escrito, no podía ser una coincidencia. El corazón, inocente, puro, me estallaba en el pecho cada vez que pensaba en él. Pero los días pasaron, como pasaron las semanas, y el papel de periódico se empezó a estropear. La casualidad, en cambio, germinó en mi y brotó en culpa. Demasiada película para un tan mal actor. Demasiado pasado para alguien tan prescindible. Demasiado poco para merecerlo. Así que, triste, cogí el papel y, antes de que se rompiera por completo, lo plastifiqué como pude para que me diera tiempo a valer lo suficiente. Pero los meses pasaron, como pasaron los años, y, con ellos, también pasó el plan b, pasó la excusa, pasó el nudo en el estómago, la llamada, la marca, la estación, el cero absoluto, el móvil, el llanto, la infidelidad, la vergüenza. Demasiado trayecto para algo tan sencillo. Así que, furioso, usé las palabras como flechas, las miradas como dardos, para disimular que, por dentro, estaba completamente vacío, igual que esos edificios que arden y de los que sólo queda la fachada. El corazón, corroído, impuro, estaba pidiendo ayuda a gritos. Tratando de cumplir lo prometido, tratando de que no se acercaran a mí esos fantasmas. Deseando que el hombre de fe destrozara al hombre de ciencia. Por eso cogí la línea 6, llegué a Ciudad Universitaria, subí las escaleras del metro, apreté los dientes, ensayé una cara de sorpresa y miré a todos lados. Porque esperaba que, por fin, se cumpliera la predicción. Porque esperaba, por fin, valer lo suficiente para que alguien me quisiera.
Pero allí no había nadie.